lunes, 25 de febrero de 2008

Eléa y Paikan

Eléa y Paikan salieron de la Avenida de la Bifurcación del Lago y tomaron el sendero que conducía al ascensor de su Torre. Un arroyuelo nacido en la bifurcación corría a lo largo del sendero.

Pequeños mamíferos rubios, con vientre blanco, no más grandes que gatos de tres meses, vagaban por el pasto y se escondían detrás de las matas para acechar a los pescados. Tenían la cola corta y chata, y una bolsa ventral de donde salía a veces una cabecita pequeña con ojos dulces y maliciosos, que mordisqueaba una espina de pescado. Soplando, ss-ss-ss-ss, vinieron a jugar entre los pies de Eléa y Paikan. Vivazmente se apartaban cuando el borde de una sandalia estaba a punto de pisarles una pata o la cola.

Gonda 7 había sido cavada bajo las ruinas de la Gonda 7 de la superficie. De la antigua ciudad no quedaban más que gigantescos escombros encima de los cuales se erguía la Torre del Tiempo como una flor en medio de los cascotes. En el tope de su largo tallo se abrían los pétalos de la terraza circular, con sus árboles, su césped, su piscina y su muelle de atraque ubicado al reparo del viento, que en este lugar, soplaba del oeste.

El ascensor desembocaba en la pieza del centro, cerca de la fuente baja. Al entrar, Eléa abrió con un gesto la puerta de espejos. El departamento se unificó con la terraza, y la brisa ligera de la tarde lo visitó. Algas multicolores se balanceaban en las corrientes tibias de la piscina. Eléa se despojó de la ropa y se deslizó en el agua. Una multitud de pescados agujas, negros y rojos, vinieron a picotearle la piel, luego, reconociéndola, desaparecieron en un tremolar.

En la cúpula, Paikan echó un vistazo para asegurarse de que todo andaba bien. No había aparejo complicado, era la cúpula misma que constituía el instrumento, obedeciendo a los gestos y al contacto de las manos de Paikan, y trabajando sin él cuando se lo ordenaba. Todo andaba bien, el cielo estaba azul, la cúpula ronroneaba suavemente. Paikan se desvistió y se reunió con Eléa en la piscina. Al verlo ella rió y se zambulló. Él la volvió a encontrar detrás de los velos irisados de un pez indolente, que los miraba con un redondo ojo rojo. Paikan levantó los brazos y se deslizó detrás suyo.

"La nuit des temps"
René Barjavel.

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