
hay trenes, y segadoras, que sólo pasan una vez en la vida
(y aún así, nos quedamos viéndolos pasar)
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11.35 a.m.- Faltan 4 días para el DÍA E.
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Ver al macizo y enigmático jardinero de enfrente pasar la segadora se ha convertido en una de mis debilidades mañaneras. Con esa barbita recortada y esos ademanes tan serios y a la vez cuidadosos, parece un personaje de otra época. En silencio, le miro trabajar a través de las cortinas. No puede verme. Pasan los días.
Hoy, en un alarde de osadía personal y aprovechando un infusion-break, he salido casualmente a mirarle desde la terraza. Esta vez, aún a riesgo de sentirme obviamente observada.
Tras un par de sorbos y un par de miradas furtivas, sonríe. Yo sonrío por dentro, y seria, miro el mar. Dos sorbos más, vuelvo a mirarle. Me encuentro con sus ojos: tan negros, y me miran. Tímidamente, le devuelvo la sonrisa más convincente que puedo.
Es encantador.
Segadora va, segadora viene, seguimos un buen rato mandándonos sonrisas. Solos: él, yo y el brumm de la segadora. Parece tan amable y tan sencillamente normal...
Me dan ganas de bajar e invitarle a tomar algo, ó sólo a saludarle. En realidad, me encantaría bajar y decirle algo así como "qué-tal-podríamos-conocernos-igual-es-de-locos-pero-pareces-genial".
Pero no bajo. Pienso que he visto demasiadas películas, que igual cree que la chalada soy yo, que quizá es una cursilada, y que, en el fondo, yo soy una cobardica. En estas cosas, el cauteloso león del Mago de Oz comparado conmigo es como Hulk en uno de sus épicos momentos.
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Ya casi ha terminado con el jardín. Al entrar, me tropiezo con el escalón y le imagino sonriendo. Le miro de soslayo, y es verdad. Al menos, espero que no piense que soy un pato artrósico. Sonreimos. "No, no eres ningún pato", me responden sus ojos. Parece ilusionado.
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Qué lástima que en una semana yo vuelvo a trabajar.
Y qué lástima, porque eso él no lo sabe.
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